En esa hora maldita

En esa hora maldita

jueves, 6 de noviembre de 2014

Una mirada en la noche

La música suena invadiéndolo todo. La gente se mueve rítmicamente, intentando bailar en el exiguo espacio tomado al asalto entre la selva de cuerpos que se distribuye como en el juego del Tetris, ocupando hasta el último centímetro cuadrado del local. Al hipnótico compás de un reageton infame se encuentran y saludan los de siempre con los de siempre. Las mismas caras, los mismos gestos. Todo igual de previsible que siempre. Las palabras sorpresa y novedad están prohibidas.
Para mitigar la horrible sensación de "deja vu" que le oprime el pecho, Carlos llega como puede hasta la barra donde tres camareros se afanan en preparar copas con glamour, básicamente gin-tonics para pseudo entendidos del noble arte de los combinados.
Tras unos interminables minutos, Carlos puede hacerse un hueco en la barra y desafiar con la mirada a los camareros, hasta que uno acepta el reto y se acerca:
-¿que te pongo?
-Nordés por favor, con tónica.
Mientras espera, Carlos presta atención a la canción que suena, con la vana esperanza de que no sea la misma que el sábado pasado. Es inútil. El sábado por la noche en una ciudad pequeña es siempre igual. La misma gente, la misma música... todo es tan divertido y estimulante como leer un listín telefónico.
Carlos se pregunta,  una vez más, que diablos hace en un sitio así. No es su ambiente, no es su música y ni siquiera las copas se preparan con el cuidado y respeto que merece una ginebra de calidad. Al fin llega la copa y Carlos paga mirando con fastidio el vaso ancho donde preparan los gin-tonics cuando ya no quedan copas balón.
Vuelve hasta donde están sus amigos a tiempo de salir a fumar -Una oportunidad de respirar un poco- piensa mientras apura la copa de un trago, y sigue la fila que se va abriendo paso hasta la salida. Apenas cruzan la puerta los adictos al tabaco absurdo de los cigarrillos encienden apresuradamente los pitillos. El salir a fumar permite unos minutos de charla y risas con cierta libertad. Como en aquellos años en que el tabaco no mataba, el cigarrillo es la excusa para tener un mínimo de vida social cada veinte minutos. Carlos no fuma, al menos no ese veneno con que rellenan los cigarrillos hoy en día. El tabaco de verdad, al igual que los combinados de ginebra bien preparados, no tienen cabida en los locales típicos de un sábado por la noche. Carlos se fija en los grupitos de gente que se amontonan a la puerta del local, como abejas a la puerta de la colmena, preguntándose que diablos hace allá en medio. De entre la conversación banal e intrascendete emerge una risa de mujer, cálida y suave. Allí esta ella, rodeada de tipos que aprovechan cualquier excusa para tocar su piel, como sin querer, pero cargados de intención depredadora.  Durante un momento los ojos de Carlos se cruzan con los de esa reina de la noche y su piel  se eriza, mientras un escalofrío recorre su cuerpo e arriba a abajo hasta dar con su alma. Por un instante perdona el agobio de la gente, las copas servidas sin gracia y hasta la infame música de moda. Durante un breve lapso de tiempo los tipos sobones se difuminan y solo existe esa mirada cómplice que conecta dos corazones en la fría madrugada. Después todo vuelve a ser igual, bueno, todo no. Las copas empiezan a tener buen sabor y la música, aunque sigue siendo horrible parece que  suena bien. Carlos, ahora, tiene ganas de bailar.

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